José Francisco de San Martín nació en Yapeyú, hoy provincia de Corrientes, un 25 de febrero de 1778.

Su padre: Juan de San Martín obtuvo el cargo de teniente gobernador de Yapeyú en 1774. Allí se instaló don Juan con su mujer, Gregoria Matorras, y sus hijos María Elena, Juan Fermín y Manuel Tadeo. Poco después nacerán Justo Rufino y el menor de la familia, José Francisco, quien pronto comenzó a ser cuidado por una niñera india, Juana Cristaldo que según doña Gregoria, lo consentía demasiado.

Cuando José tenía apenas tres años, toda la familia debió abandonar Yapeyú y trasladarse a Buenos Aires.

Los San Martín vivirán en la capital del virreinato hasta fines de 1783, cuando fue aceptado el pedido de Don Juan para regresar a España.

Se le encargó la dirección de un regimiento en Málaga y allí se instaló la familia. José, que tenía por entonces ocho años, se supone que estudió en el Seminario de Nobles de Madrid. Allí aprendió latín, francés, castellano, dibujo, poética, retórica, esgrima, baile, matemáticas, historia y geografía.

En 1789, a los once años ingresó como cadete al regimiento de Murcia y en poco tiempo ya tomará parte activa en numerosos combates en España y en el Norte de África.
Entre 1793 y 1795 durante la guerra entre España y Francia, el joven San Martín de quince años tuvo una actuación destacada en todos los combates en los que participó, y ascendió rápidamente en sus grados militares hasta llegar al de segundo teniente.

En la guerra contra las fuerzas napoleónicas y ya con el grado de Teniente Coronel, a sus jóvenes 30 años, fue condecorado con la medalla de oro por su heroica actuación en la batalla de Bailén el 19 de julio de 1808.
Atento a todos los acontecimientos del Río de la Plata, y sin olvidar sus orígenes americanos, pide el retiro del ejército Español para poner su conocimiento y experiencia al servicio de la naciente revolución americana.

Salió de Cádiz para Londres el 14 de septiembre de 1811. Londres ya era por entonces la gran capital de la Revolución Industrial a cuya sombra florecían las ideas liberales, ante todo en lo económico, pero también en lo político. Allí prosperaban los grupos revolucionarios como la «Gran Hermandad Americana», una logia fundada por Francisco de Miranda, un patriota venezolano que se proponía liberar América con la ayuda financiera de los ingleses. Durante sus cuatro meses de estadía en Londres, San Martín tomará contacto con los miembros de la «Hermandad», sobre todo con Andrés Bello y con personas vinculadas al gobierno británico, como James Duff y Sir Charles Stuart, quienes le hacen conocer el plan Maitland. El plan, un manuscrito de 47 páginas, había sido elaborado por el general inglés Thomas Maitland en 1800 y aconsejaba tomar Lima a través de Chile por vía marítima. San Martín tendrá muy en cuenta las ideas del militar inglés en su campaña libertadora.

Finalmente en enero de 1812 San Martín con treinta y cuatro años, emprende el regreso a su tierra natal a bordo de la fragata inglesa George Canning.

Ya por fin en tierras americanas, la historia comienza a ser conocida: con el reconocimiento de su grado militar crea el Regimiento de Granaderos a Caballo, integra la Sociedad Patriótica (que se oponía al triunvirato) y contrae matrimonio con Remedios de Escalada. Ella quince, el treinta y cuatro.
Un año después, el Combate de San Lorenzo. El mando del Ejército del Norte para reemplazar a Belgrano y acepta aunque le hace saber a las autoridades que no había que insistir por el Alto Perú y que sus estrategia militar consiste en Cruzar la Cordillera, liberar a Chile y allí marchar por barco para tomar el bastión realista de Lima.

A sus jóvenes treinta y nueve años y con una hija de meses que no conocía, emprende el glorioso cruce de los Andes.
«Compañeros del Ejército de los Andes: La guerra se la tenemos que hacer como podamos: si no tenemos dinero; carne y tabaco no nos tiene que faltar. Cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos tejan nuestras mujeres y si no andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios, seamos libres y lo demás no importa. Compañeros, juremos no dejar las armas de la mano hasta ver el país enteramente libre, o morir con ellas como hombres de coraje.»

Libera a Chile 1818 ya Perú en 1821. Se encuentra con Bolívar en 1822 y toma la decisión de RENUNCIAR a todos sus cargos y dejar sus tropas al mando de Simón para regresar al país.

Las mezquindades de un gobierno unitario, no le permiten ver a su esposa que estaba muy enferma.

Con toda una vida dedicada a la Libertad de su Patria y con menos de cincuenta años, difamado y amenazado por el gobierno unitario, San Martín decidió abandonar el país en compañía de su pequeña hija Mercedes rumbo a Europa. Merceditas tenía siete años y recién ahora conocería de verdad a su padre.

En 1825 redacta las famosas máximas, una serie de recomendaciones para su educación en caso de que él no estuviera a su lado. Allí le aconseja el amor a la verdad, la tolerancia religiosa, la solidaridad y la dulzura con los pobres, criados y ancianos; amor al aseo y desprecio al lujo. Tras pasar brevemente por Londres, San Martín y su hijita se instalaron en Bruselas. En 1824 pasan a París para que Mercedes complete sus estudios.

San Martín atravesaba en Europa una difícil situación económica. Vivía de la escasa renta que le producía el alquiler de una casa en Buenos Aires y de la ayuda de algunos amigos, como el banquero Alejandro Aguado que lo ayudó para poder comprar su casa de Grand Bourg.
Pero el general seguía interesado e inquieto por la situación de su país. En febrero de 1829 llega al puerto de Buenos Aires pero no desembarca. Se entera del derrocamiento del gobernador Dorrego y de su trágico fusilamiento a manos de los unitarios de Lavalle. Muchos oficiales le envían cartas a su barco y lo van a visitar con la intención de que se haga cargo del poder. San Martín se niega porque piensa que tome el partido que tome tendrá que derramar sangre argentina y no está dispuesto a eso. Triste y decepcionado decide regresar. Pasa unos meses en Montevideo y finalmente retorna a Francia.

En 1838, durante el gobierno de Rosas, los franceses bloquearon el puerto de Buenos Aires. Inmediatamente José de San Martín le escribió a don Juan Manuel ofreciéndole sus servicios militares. Rosas agradeció el gesto y le contestó que podían ser tan útiles como sus servicios militares las gestiones diplomáticas que pudiera realizar ante los gobiernos de Francia e Inglaterra. Al enterarse del bravo combate de la vuelta de Obligado, el 20 de noviembre de 1845, cuando los criollos enfrentaron corajudamente a la escuadra anglo-francesa, San Martín volvió a escribirle a Rosas y a expresarle sus respetos y felicitaciones: «Ahora los gringos sabrán que los criollos no somos empanadas que se comen así nomás sin ningún trabajo».

San Martín para ese entonces estaba muy enfermo. Sufría asma, reuma, úlceras y estaba casi ciego. Su estado de salud se fue agravando hasta que falleció el 17 de agosto de 1850 a los setenta y dos años. En su testamento pedía que su sable fuera entregado a Rosas «por la firmeza con que sostuvo el honor de la república contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla» y que su corazón descansara en Buenos Aires.

Esta última voluntad se cumplió en 1880, cuando el presidente Avellaneda recibió los restos del libertador.

Es muy difícil hablar del Padre de la Patria sin reconocer sus renuncias, su humildad y su coraje. Es mucho más difícil explicar sintetizando su destacada vida y su impecable conducta. No hay forma de descalificar a un hombre que vivió y se dedicó a la liberación de la “la Gran América”. A ciento setenta años de su paso a la inmortalidad, deberíamos día a día conocer su ejemplo, máximas y legado, no para igualarlo, eso es en nuestro tiempo, imposible, sí para imitar aunque sea de vez en cuando la valiosa vida dedicada a la función pública para beneficio del pueblo en desmedro de la riqueza o reconocimiento personal. Pareciera que eso se logra, cuando sabemos muy bien de dónde venimos, cuando veneramos nuestros orígenes e identidades, respetamos a los más humildes sin distinciones y trabajamos hombro a hombro sin jerarquías. Nos sobra historia de hombres y mujeres valiosos, nos faltan ejemplos actuales para escribir la Nueva Historia. Tenemos cimiento. A veces parece, que nos falta memoria.

Columnista: María Alejandra Bustos – Profesora de Historia, Geografía y Construcción de la Ciudadanía